lunes, 15 de febrero de 2021

MI DULCE COMPAÑIA

                                                                 (CUENTO)




No podía negarlo, la fiesta fue digna de la ocasión, pero toda la noche estuvo esperando ese momento de soledad y tranquilidad para pensar. Llegó a su lujoso apartamento, se despojó de su blusa, sirvió una copa de vino, puso algo de música y se recostó en el sofá. Primero repasó los últimos hechos de la noche, la celebración de su onomástico numero treinta contó con todos los lujos a los que podría aspirar alguien de su condición, el elegante salón de un club social, valiosos obsequios que voluminosos en su mayoría tuvo que dejar a guardar, hombres apuestos y distinguidos haciendo lo posible por conquistarla, ofertas de trabajo tampoco le faltaban, y en medio de sus riquezas, la amistad era otra con la que también contaba. Pero el amor, oh, ese bribón que se oculta en todas las preguntas sin respuesta que sobre él se formulan; ese enigma que pocos hombres se atreven a intentar esclarecer; ese compañero tan indescifrable como la muerte, ese que se empañaba en ocupar su sitial como lo más difícil de alcanzar.

Sus pensamientos se sumergían en el océano de las memorias, aquellas que al ser tantas nos podrían ahogar, a menos claro que, sean de belleza tal como para hacernos navegar de nuevo por sus aguas. Veía pasar frente a sus ojos los amoríos que le acompañaron desde la infancia, los amoríos que se hicieron historia escrita, a veces en la piel y a veces en lo que solo el alma abarca. Los suspiros fueron liberados cuando uno a uno esos amores iban siendo recordados; el primer hombre deseado, aunque la edad de éste fuera tal que le hiciera parecer pecado; el primer beso depositado en los labios, y el primer beso luego como antesala a la primera vez del amor que se practica con el cuerpo; el amor que debió no serlo y el amor que supuso eterno; todos y cada uno de los amores que, así como llegaron también se fueron.

Pero ésta vez, al devolver la cinta y ver la película de su pasado, se detuvo a contemplar el mensaje cifrado, oculto en los ojos mismos que suelen ignorarlo. Se fijó en él, el amor que siempre estaba y al que su atención jamás prestaba. Se detuvo a sentirlo en cada uno de aquellos momentos ya extintos, se detuvo a vivirlo aún a costa de las tantas muertes a las que lo expuso, y comprendió, por primera vez, que ese amor al que alguna vez creyó la más grande insensatez, ese mismo amor, fiel y silencioso, la llenaba.

Sus pensamientos entonces se dirigieron hacia él, así como el agua que es desviada de su curso por un canal que quizás el hombre o la naturaleza dispusieron. Volvió a verlo como lo vio todas aquellas veces negándose a reconocerlo, pero le vio distinto, le vio como siempre y sin saberlo querían hacerlo sus ojos pidiéndolo a gritos. Y de repente, casi como si le hubiera invocado con el pensamiento, supo que él no estaba lejos. Alguna vez, presa de la más infinita de las ignorancias le dijo que se marchara, pero ahora, con el arrepentimiento que traen los años se propuso encontrarlo y reconquistarlo, le haría saber que había visto la verdad. Por primera vez en tanto tiempo se dirigió a la cama sin cerrar la ventana, quería permitir que el viento jugara con sus cortinas, y si ocurría que él aún cruzara por allí, que esa ventana abierta fuera su forma de invitarlo.

A la mañana siguiente al despertar, vio distinto el cielo. De qué manera tan hermosa perciben al mundo los sentidos cuando tenemos claro lo que sentimos. Se dispuso a su rutina diaria, pero con la gran diferencia de que ésta vez en todo lo que hacía, él también estaba. Eligió su ropa del día mientras cantaba, ¡sí, cantaba como si la escucharan! Se duchó dejando la puerta del baño abierta, como esperando que él llegara y la encontrará dedicada a amarlo con fantasías en las que el agua eran sus manos recorriéndola con caricias.

Al llegar al trabajo todos la vieron diferente, irradiaba junto a su belleza una dicha distinta, hicieron comentarios bromistas acerca de su nueva edad y todo lo bueno que consigo traía, ella asentía con su sonrisa pero callaba el a qué se debía. Una vez en su oficina dio orden a su secretaria de no interrumpirle con llamadas desde tan temprano en el día, los clientes podían esperar, ella lo había hecho durante tantos años. Por primera vez en mucho tiempo se sentó al escritorio sin pensar en juntas, balances o estrategias de mercado. Poco le importaba en ese momento el valor alcanzado por el dólar, la proyección comercial del euro o el desplome y repunte de las acciones. Se concentró tan sólo en una hoja de papel en la que cual recipiente vertió todo el contenido de sus silencios.

Al final del día no quiso acompañar a sus amigas a ningún evento, sólo ansiaba volver a casa y terminar de preparar su vida para él, ésta vez quería ser digna de su confianza, no más fiestas sin sentido, no más romances pasajeros, no más despilfarro de dinero y tiempo. Llegó a su hogar y se preparó un café, sirvió dos tazas como teniendo la esperanza de que él llegara. Dedicó las horas de la noche a escribir un monologo íntimo, después se retiró a su cama dejando el cuaderno abierto en sus ultimas paginas como teniendo la esperanza de que él pudiera leerlas durante su vigilia.

Los días fueron pasando pero él no aparecía, sus deseos de llamarlo crecían pero no tenía un número telefónico al cual hacerlo, ella misma era el único rastro de su paradero. Con impotencia veía desfilar frente a sí los días, pero cada pequeño momento de soledad lo destinaba a llamarle por su nombre, con la esperanza de que su voz traspasara los muros de soledad edificados por la ausencia, con la esperanza de que su voz pudiera volar tan alto como en aquel momento lo hacían sus sueños, con la esperanza de que él quisiera oírla.

Su ritual diario se convirtió en invitarle una taza de café que permanecía intacta hasta el amanecer siguiente, cuando ella misma lo bebía; escribirle algo cada día y después leerlo en voz alta con todo el amor que la invadía; rogar a Dios por aquel encuentro con toda la fuerza y fe que brotaban de su pecho. Y cada noche justo antes de cerrar los ojos, dedicaba una ultima mirada al cuaderno abierto y la taza de café servida.

Transcurrieron los meses pero él no dio señales de vida. Se volvieron frecuentes las lagrimas en sus ojos, lloraba arrepentida del error que cometió algún día, en medio de su llanto le pedía perdón y le juraba que si volvía ya jamás le fallaría, lo hacía con la voz tan fuerte y con el corazón en carne viva, con la certeza de que él la oía, sabía que lo hacía, pero debía estar guardando silencio para castigarla por su despertar tardío. Sus noches se volvieron más largas que toda su vida transcurrida.

Un día despertó y se dirigió a la mesa, tomó la taza fría y la dirigió a sus labios con su ya habitual rutina, pero la taza estaba vacía. Poco faltó para dejarla escapar de entre sus manos, se repuso al sobre salto inicial y llena de emoción recorrió el apartamento con la mirada, se dirigió al balcón y allí le encontró, aquel magnifico ser al que alguna vez creyó un ingenuo sueño de su infancia, la invención absurda en la mente de una niña era tan real como ella. La silueta altiva que contemplaba la ciudad giró para permitirle a sus miradas encontrarse, y al hacerlo, la mujer más feliz del mundo corrió a abrazarle. Él sonrió y le preguntó si estaba segura del paso que seguía, un beso capaz de trascender lo etéreo fue lo que obtuvo por respuesta. Flotó hasta quedar en pie sobre el borde del balcón y le tendió su mano, ella la recibió mientras escuchaba acelerados los latidos de su corazón, cerró sus ojos y se precipitó al vacío con su enamorado, él extendió sus alas remontando el vuelo mientras ella sonreía de nuevo como una niña, y sus siluetas desaparecieron en medio del horizonte, allá a lo lejos.