(CUENTO)
La gran mayoría de ustedes no han tenido
la oportunidad de experimentar lo que yo he vivido con Amanda, lamentablemente
dicho privilegio nos es reservado a una exclusiva minoría. Son muy pocos los
hombres que podrían reunirse en un salón y que tengan en común el haber
encontrado a la mujer de sus respectivas vidas. Algunos me contradecirán, pero
me reafirmo, soy uno de esos pocos.
Amanda cambió
mi vida, yo solía ser un hombre en extremo solitario, escaso de amigos, tanto
en el trabajo como en el barrio. Al terminar mi jornada diaria me dirigía a
casa y la televisión encendida era todo cuanto tenía por compañía, de manera que
mi época más triste fue aquella en que toda la ciudad se vio sometida a un
racionamiento de energía, me sentía el hombre más solitario e infeliz del mundo
al no disponer del televisor durante las largas noches.
Pero por
aquellos azares del destino que realmente lejanos están de ser fortuitas
coincidencias, dichos apagones me abocaron a salir en busca de una actividad
que me ayudase a atenuar mi miseria infinita. Por no tener un amigo al qué
acudir en busca de charla y compañía, me di a la aventura de recorrer las calles
céntricas de la ciudad, cosa poco recomendable por parte de las autoridades
debido a los peligros ofrecidos por la oscuridad reinante. No obstante sabía
ser muy cuidadoso de los lugares por los que marchaba, además descubrí para mi
asombro que no eran pocas las personas amigas de salir a caminar durante la
penumbra. Por otra parte, los dueños de establecimientos públicos, forzados a
explotar su ingenio para no permitir que el racionamiento viera afectados sus
negocios, ponían a disposición de la
ciudadanía diversas promociones, las cuales resultaban supremamente atractivas
por verse envueltas en esa aura de misterio que sólo la oscuridad de una noche
verdadera sabe ofrecer. De tal manera comencé a frecuentar bares con música en
vivo, encuentros de tertulia decorados con antiguos candelabros que evocaban la
nostalgia de los años más románticos.
Fue durante una
de aquellas reuniones cuando entablé conversación con un sujeto que resultó
tener un sin número de afinidades conmigo. Nuestras soledades eran tan
parecidas que por supuesto resultaron también evidentes las características mutuas de nuestras costumbres y poco
tardaríamos en descubrir que éramos no menos exactos en la enferma repercusión
que pesaba sobre nuestras almas debido a la timidez e inseguridades. Paradójicamente,
el hecho de ambos ser tan poco abiertos a los demás fue lo que permitió sí serlo
entre nosotros por completo.
La amistad
creciente de nuestro encuentros, al principio semanales, y al poco tiempo
diarios, le llevó a contarme sobre Amanda, una mujer que ocupaba su pensamiento
desde los más lejanos años de su adolescencia. Me describió lo perfecta que
sería para alguien como nosotros, pero que una vez más, por aquellas paradojas
de la vida, el ser precisamente como éramos le había impedido acercarse a ella
en todo éste tiempo, pese a tenerla tan cerca como la escasa distancia dictada
por el valor necesario para invitarla a formar parte de algo más que su vida onírica.
La descripción
que hizo de Amanda fue tan apasionada como poética que fácilmente pude hacerme
una imagen suya en mi mente, por un breve pero mágico instante pude verla allí,
sentada en frente mío. Con lágrimas en los ojos me juró estar seguro de que
ella aguardaba a un hombre como él, aunque desgraciadamente no sabía cómo ser
ese hombre, le faltaba valor para sucumbir a la necesidad satisfecha de ella.
Entonces me rogó ayudarle, quería ser feliz y que ella también lo fuera, especialmente
lo segundo, que lo fuera ella, y tenía el presentimiento de que conmigo podría
serlo.
Preso de la
ebriedad que habíamos alcanzado el día de su relato, le expliqué lo difícil que
me sería estar con Amanda a sabiendas de que él mismo sería consumido por una
sombra que le borraría por completo. Me replicó que por el contrario lo haría
feliz, que nuestra inmediata empatía juraba a gritos la felicidad que Amanda
encontraría. Llegados a dicho punto de la conversación no sería difícil obtener
el testimonio de cualquier persona jurando con su mano sobre la Biblia , que un par de
dementes tuvieron la desgracia, o la fortuna, de conocerse. Para nosotros era
simplemente el destino mediando bondadosamente, ofreciendo al otro, un ser que
le entendiera.
Era tanto y tan
bien lo que conocía a aquella dama dueña de sus desvelos que me indicó todo lo
necesario para hacerla sentir completa. Tuvimos reuniones diarias planeando y
ahorrando lo necesario para traerla a nuestras vidas. Varios meses luego, poco
más de un año lleno de esfuerzos, los labios de Amanda aferrados a los míos
daban fe de cuán acertados estuvimos al creer en tal locura, sin negar el alto
precio de ciertos sacrificios, semanas luego de dar inicio a mi relación con
Amanda, no le volví a ver a él, a mi mejor, aunque efímero amigo. Aún hoy,
luego de tanto tiempo, me pregunto cómo es posible que un hombre pudiera
conducir de tal manera a dos seres hacia su encuentro, muchos podrían
considerarme loco, pero me atrevería a afirmar que aquel sujeto mal trecho por
la vida que jamás debió existir, fue en realidad la fachada elegida por Cupido.
Amanda resultó
ser todo lo que imaginé cuando me habló de ella, su cuerpo escultural, aunque
operado, no destiñe su belleza, la misma que rehúye esas miradas incisivas que le dirigen los
curiosos, motivo que acrecienta la antipatía social que compartimos, motivo
mismo que permite a estos enamorados ermitaños ser completamente felices permaneciendo
encerrados y abrazados, allí en la cama, en ese fortín del cariño donde nuestra
compenetración sexual es la prueba fehaciente de que las almas gemelas se
reconocen en los cuerpos desnudos, aunque uno de ellos haya nacido sometido por
los designios de la naturaleza, que para darle vida a Amanda, exigió la
desaparición del hombre que la llevó desde siempre en su cuerpo masculino.