(CUENTO)
Aún
me cuesta demasiado recordarlo sin que mis ojos humedezcan por la vívida
sensación de entonces. Por aquellos días
se acercaba mi cumpleaños número 16, pero el inexorable paso del tiempo que
funge de distintos modos en las personas, había hecho de mí todo un hombre
algunos años atrás.
El
escenario, la escuelita pública de nuestra vereda, único lugar en kilómetros a
la redonda con el que contábamos para nuestros partidos de fútbol, en los
pueblos le llamamos fútbol al microfútbol.
Único lugar también, al que podía atribuírsele la facultad de hacernos
coincidir a todos en un sitio que no fuese la tienda de Doña Hortensia, a la
cual acudíamos copiosamente a liberar nuestros bolsillos del risible peso
significado por el salario de nuestros duros jornales.
El
pequeño y ya trajinado balón parecía haberse quedado suspendido en el aire,
como si poseyendo vida propia tuviese conocimiento previo del fuerte golpe de
pierna derecha que le aguardaba al momento en que decidiera abandonar la
seguridad brindada por su posición.
Todos los ojos se hallaban fijos en él, y siendo guiados por el
recorrido de su descenso se encontraron con mi cuerpo dispuesto en posición de
impactarle con una media volea que prometía vencer la custodia hecha por
Gabriel a su arco. Sucedió lo primero,
que el balón fue recibido de primera instancia por mi botín derecho; pero la
segunda intención, la de batir a mi hermano, se vio frustrada por la influencia
que mi pierna ejerció sobre el esférico haciéndolo elevarse a una altura tal
que todos los ojos que venían persiguiéndole habrían de ver cómo se perdía tras
la humilde construcción que constituía la escuelita. Un sartal de burlas y
abucheos se arrojaron hacia éste servidor, el cual jamás logró ocupar un alto lugar
en la estima deportiva de los entendidos en el complejo arte del balompié
aficionado.
Como
hombre acatador de las informales leyes impuestas por nosotros, me di al
cumplimiento de la primera y más importante de todas: “El que la bota, la
trae”. Hube de pagar mi incompetencia yendo hasta donde la ladera tras la
escuelita me indicara que había ido a parar el protagonista de nuestra
contienda. En tanto tardaba trayendo el balón, sabía que tardaría un poco más
en recobrar la aprobación de los miembros de mi equipo para seguir formando
parte del mismo.
Al
conquistar nuevamente la cima en que se hallaban aguardando mi regreso, me
encontré con extrañeza que todos estaban en perfecto silencio y con la mirada
fija en mí. “¿Qué ocurre?”, exclamé creyendo ser presa segura de una broma que
se avecinaba; pero no era una broma con lo que me aguardaban.
Sólo
entonces reparé en la presencia de mi hermana, y que junto a ella habían ido a
reunirse mis hermanos, Gabriel y Jeremías. “¿Qué ocurre?”, pregunté de nuevo en
distinto tono de voz, esperando algo que no me agradaría escuchar. Fue Nicolás quien contestó pues Angela no se
sintió capaz de repetir la noticia que acababa de darles. “Jacinto ha muerto, lo están velando en el
pueblo”.
Jacinto
era mi padre, si es que acaso cabía darle aquel inmerecido título. No sé que razón me movió, pero emprendí por
aquel camino sin pavimentar que conducía al pueblo. Iba seguido por mis hermanos, de los cuales
también ignoro la razón que los llevó a hacer lo propio. Y en tanto mis pasos acortaban la distancia
que se interponía entre mi cuerpo con vida y el cuerpo inerte del que fuera mi
progenitor, comencé a escarbar en mi memoria, en busca de algún recuerdo que me
hiciera sentir a tal hombre como alguien distinto del ser al que hubimos de
abandonar por causa de sus malos tratos.
La
primera imagen que yo tenía de él era cuanto me había sido referido por mis
hermanas mayores, tan solo ellas podían asegurar haberle conocido pues vivieron
con él hasta una edad en la que ya poseían conciencia plena, paralelo a la
tierna edad de 5 años que yo tenía, fecha misma en que de común acuerdo mis
hermanas y madre, con ayuda de algunos parientes, decidieron desterrarlo para
siempre del hogar.
Ellas
debieron vivir en carne propia las golpizas y los aberrados acosos sexuales de
los cuales fueron víctimas en silencio durante mucho tiempo. Cuentan que llegaba tarde en la noche, y
contrario a lo que se podría pensar, lo hacía en completo estado de sobriedad,
pues justo sea decirlo, la bebida jamás fue uno de sus defectos. Pero a falta del olor a tufo llegaba
impregnado de olor a putas, las
cuales sí fueron su gran defecto en la vida; no demás está decir que mi santa
madre fue la única buena mujer con la que pudo haber tenido trato alguno. Al instante
en que aquella abnegada esposa le hacia sus merecidos reclamos, él estallaba en
cólera destrozando las cosas, olvidando de momento que sus hijas no podían ser
contadas como cosas más. Era tal
aquella necesidad de hembra que
lo consumía, que mi madre debió estar siempre atenta a lo que pudiera acontecer
del contacto de sus lascivas manos con la piel de mis hermanas, pues fue
así que sólo supo tocarlas con golpes, o con sucios manoseos que no alcanzaban
a recibir el calificativo de caricias. Pero la mayor crueldad era recibida por
mi madre, quien al intervenir en defensa de sus hijas terminaba recibiendo
todos los azotes que les correspondían, además de los ya destinados para ella.
Fue
así como un día, luego de quince años de penurias que incluían doce embarazos,
de los cuales prodigiosamente tan solo seis no fueron abortados a causa del
salvajismo, mi madre tomó la valiente decisión de enfrentarlo. Ese día,
siguiendo su sagrado ritual de cada ocho días, mi padre ataba un alambre al
extremo del cable que unía a su radio de onda corta, en busca de recepcionar
las emisoras de la ciudad y así seguir las narraciones de Lalo Sarmiento y
Gustavo Amor, en lo que constituía su mayor esperanza para salir de la pobreza,
eso, junto a la carta enviada años antes a Rockefeller pretendiendo hallar la
gracia económica del magnate; pero en tanto aguardaba respuesta a su carta, sus
ilusiones de dinero fácil se cifraban en la hípica, por lo que cada domingo se
sentaba frente al radio con su formulario de “Cinco y Seis”, juego en el que
todos los apostadores veían ir sus ilusiones tras cada carrera que no coincidía
con sus designios. Él gritaba los graciosos nombres de los caballos como si en
verdad tales vociferaciones pudiesen alentar al animal que corría; en tanto al
interior de nuestra humilde casa, la cual no era distinta de tantas otras, con
su estructura en guadua y el estucado producto de barro y boñiga, el piso en
tierra, y el cuarto que con un fogón en la mitad fungiendo como cocina, tenia
sus paredes y techo cubiertos del hollín que no alcanzaba a huir por la pequeña
chimenea. Allí, en esa habitación se encontraba mi madre cuando escuchó el
colérico grito proferido por mi padre al haber perdido hasta la última carrera
del día, tras lo cual se lanzó sobre ella para descargar su ira y le gritaba
que era su culpa aquella ruina. Y de repente, en medio de los golpes que le
estaban siendo infringidos, cayó sobre la espalda del agresor un barillazo
propinado por su hija mayor, acto seguido las otras dos grandes niñas, o por
qué no decirlo, pequeñas mujercitas, dieron de palos al hombre que hasta
entonces las había subyugado infamemente.
A
partir de ese momento la imagen que mis hermanos y yo tuvimos de un padre fue
representada por el coraje de nuestras hermanas mayores. Sería muy difícil para
mí recordar algo de lo vivido en mis cinco años con ese hombre, más aún lo
sería para Gabriel y Jeremías, quienes eran menores. Pero fue así que camino al
lugar en que su cuerpo reposaba pasamos frente al río, y el rumor de sus aguas
trajo a mí un suceso del cual solo hasta entonces puede decirse enteramente yo
haya sido conocedor.
Debió
ocurrir algunos meses antes del grito de independencia proferido por las
mujeres de la casa. El recuerdo era demasiado difuso como para reproducir las
palabras con que se dirigió a mí, también resultaba utópico reconocer en el
pasado los pasos que dimos antes de llegar al río, la única certeza que me era
transmitida por aquel remoto recuerdo consistía en que alguna noche casi once
años atrás, mi padre reparó en el mayor de sus pequeños hijos y lo llevo
consigo a lo que fue tal vez el único instante que compartirían: me llevo a
pescar con él; y algunos destellos confundidos en la perdida memoria de mi
infancia comenzaron a hacerse manifiestos por primera vez sólo años después,
cuando el dador de ellos había muerto.
Aquella
noche de plenilunio nos sentamos sobre algunas rocas en un recodo de las mansas
aguas, que venidas desde lejos traían en su seno el precioso alimento
constituido por el nicuro y la mojarra. Recuerdo el modo en que tomó una
lombriz y la ensartó en la punta metálica al extremo del nailon que ataba a
nuestras cañas caseras hechas con guadua finamente pulida. No recuerdo la gran
cantidad de recomendaciones que me hizo para conducir la pesca a un final
satisfactorio, tan solo recuerdo el inmenso silencio que reinó durante las
largas horas en que permanecimos allí sentados a la espera de sentir que
tiraran de mi caña. Y recuerdo cómo mi voz emocionada rompió el silencio
gritando que algo había picado, tampoco recuerdo las palabras que él me dirigía
en tanto yo enrollaba el nailon para ver cómo en el extremo de mi caña un
pequeño pez se movía frenéticamente obligándome a utilizar toda mi fuerza para
no permitir que se escapara. Recuerdo cómo las escamas de aquel pez eran
bañadas por la intensa luz de la luna llena, haciéndole adquirir un color que
se me antojó mágico, haciéndome creer que acababa de atrapar él más hermoso pez
que hubiese nadado en aquellas aguas. Recordé cómo lo arrojé a mi canasta y
volvimos a casa teniendo como único testigo de mi hazaña a aquel compañero, mi
padre, y sólo entonces recordé algo de lo que él me hubiera dicho, cuando
posando su mano sobre mi cabeza y desordenando mis cabellos exclamó, “muy bien
hecho campeón”.
En
tanto mi mente repasaba aquel pasaje, llegamos al lugar en que su cuerpo
reposaba rodeado de sus amigos que no eran pocos, y al encontrarme frente al
marco de la puerta que me separaba del hombre al cual ya habían separado de mí
los años, revivió una emoción que sintiera cuatro años atrás, cuando tras
discutir con mi madre sobre el hecho de no querer deshacerme de lo que, tanto
ella como mis hermanas consideraban basura, me indicó que guardara entonces mi
colección de revistas animadas y recortes de las tiras cómicas en un viejo baúl
que había en la parte trasera de la casa como algo que perteneció a mi padre y
que yacía aún allí, tan olvidado como
los deseos de recordarlo. Lo encontré en efecto, en un rincón al que jamás
prestábamos atención de forma alguna que no fuese la de arrojar allí las cosas
consideradas inservibles. Era un baúl rojo, hecho en fina madera, su apariencia
me hizo recordar los cofres descritos en las historias de piratas, y en tanto
le quitaba de encima toda la chatarra y polvo que lo cubrían, tuve el
presentimiento de que como si realmente se tratara del cofre de un feroz
corsario, estuviese a punto de encontrar un tesoro legendario. Luego de violar
el oxidado candado que custodiaba lo que reposara en su interior, comencé a
levantar la tapa muy lentamente, sintiendo en el estomago un cosquilleo
avasallador, que se repetía ahora en tanto me acercaba al féretro de mi padre,
podía escuchar los murmullos de la gente en torno a mí, mujeres a las que yo no
conocía se encontraban en aquella estancia, de seguro todas ellas protagonistas
de sus descarados amoríos. Justo cuando estuve frente a su ataúd me detuve por
un instante, tal y como lo había hecho antes de mirar el contenido del baúl,
para tras luego de una honda respiración, encontrarme con una inmensa cantidad
de hojas, de las cuales tan solo mi padre y yo podríamos entender su valor. Se
trataba de una colección de la historieta creada por Edgar Rice Burroughs,
verdaderas joyas representadas en aquellas paginas plasmadas con las aventuras de
Tarzán, databan del año treinta y uno, época en que cuyo ilustrador era Rex
Maxón, aquel amarillento papel había sobrevivido al tiempo y aguardado allí por
mí, y al tener entre mis manos ésta y otras historietas como las de Mandrake y
El Fantasma que Camina, se arrojó sobre mí la luz de la verdad, al tener entre
mis manos el único legado dejado por mi padre, comprendí de dónde provenía mi
afición por las historietas. Había heredado de aquel hombre el amor por el
noveno arte, sin haberlo sabido yo seguía sus pasos en una afición de hombres
incomprendidos, al tener entre mis manos aquel papel con olor a viejo, entendí
que luego de su muerte, cuando fuera que ésta sucediese, algo de mi padre
continuaría vivo en mí.
Y
fue así como viendo su semblante rígido y su tez ya azul, mis ojos comenzaron a
humedecerse, y estando sumergido en ese instante de intimidad con el hombre que
me dio la vida y la conciencia de ello luego de su muerte, permanecía ajeno a
las voces que susurraban tras de mí, “aquel es su hijo”. Y aunque aquel hombre,
o cadáver frente a mí, resultaba siéndome un completo desconocido, la verdad es
que por un momento me pareció conocerlo más que mis hermanas, incluso más de lo
que pudo haberlo conocido la mujer con la que tuvo seis preciosos hijos.
Y aunque me era imposible quererlo o sentir tristeza
alguna por su partida hacia el reino de los muertos,
lo único cierto es que mis lágrimas se desbordaron, y la vergüenza se apoderó
de mí casi tanto como el llanto, el hijo adolorido ofreciendo un triste
espectáculo. Una mano sobre mi hombro y una voz comprensiva aunque desconocida,
tres palabras me dedica, tres palabras tan llenas de melancolía como vacías,
tres palabras convertidas de inmediato en el eco triste de la despedida. “Mi
sentido pésame”, uno voz tras otra, voces tan distintas pero palabras siempre
las mismas, “Mi sentido pésame”, y con cada pésame el llanto se hace más
evidente, no hay gemidos ni sollozos, tan sólo lagrimas mudas que descienden en
cascada mientras me niego a admitir que existen, oculto el rostro en vano, las
miradas silenciosas me perforan hasta descubrir las mejillas humedecidas, “he
allí al hijo, el más amoroso de sus
vástagos”.
Mejor callar y permitirles esa idea, por qué hablar y
decirles lo contrario, qué sentido tendría explicar la naturaleza de mi llanto,
el secreto es sólo mío, tan mío como el llanto mismo, y ambos quedarían allí enterrados,
allí, sobre el cofre en que reposa un cuerpo frío; allí, a escasos centímetros
de su semblante rígido. La verdadera causa de mis lagrimas está en que me
acerqué tanto para convencerme de su aliento extinto que no pudieron contenerse
más mis ojos, y simplemente se rindieron al ardor que les causó la fuerte
concentración de formol que aplicaron al finado.