viernes, 12 de junio de 2020

CEGUERA


                                                      (CUENTO)



Por aquellos designios divinos que no logramos comprender, él nació sin vista. Su existencia entera había estado sumida en la penumbra. Pero esos mismos designios que se manifiestan a su antojo, hicieron que fuera elegido para la primera intervención quirúrgica con que se buscaría dar la vista a un ciego de nacimiento.

El hombre fue operado y el experimentó se declaró un éxito. Aquel mundo de luz y formas maravilló al hombre y de inmediato quiso ver todo lo que le fuera posible. Lo pusieron frente al televisor para que en un instante pudiera condensar la mayor cantidad de imágenes, pero la pantalla en ese momento transmitía en las noticias el cubrimiento de la guerra. Fue así como lo primero que este hombre vio, es que al mundo tan sólo le habitan ciegos.


miércoles, 3 de junio de 2020

APOCALIPSIS

                                                                 (CUENTO)



Era una tranquila y bella mañana para el Capitán Chris McBride. Su nave se deslizaba suavemente sobre las aguas del Océano Pacifico. Desde su torre de mando era invadido por pensamientos tan cálidos como el sol que asomaba tras la lejana línea del horizonte. Algunos de sus hombres apostados en cubierta contemplaban el paisaje en medio de amenas pláticas, cuando de repente, su desarrollado instinto de experimentado marino le puso sobre aviso. Escrutó con la mirada en todas las direcciones del inmenso tapete azul que les rodeaba, pero ese primer intento de encontrar el motivo de su inquietud resultó infructuoso. Dio la voz de alarma y los entrenados hombres asumieron sus respectivos puestos sin terminar de comprender lo que pasaba. Los vigías indagaban confundidos sin precisar lo que buscaban. De pronto la voz de un hombre se alzó en medio de la confusión dirigiendo un grito mientras señalaba en dirección al sol. El desconcierto mezclado con terror se extendió velozmente entre los tripulantes, incluido McBride, quien no conseguía dar crédito a la visión en frente suyo, lo ocurrido retaba por completo a la cordura. De no ser por la idéntica expresión dibujada en el rostro de todos sus hombres, habría podido jurar que alucinaba al ver que lentamente el sol volvía sobre su curso ocultándose tras el extremo del mundo del que emergiera escasas horas antes.

Para ese mismo momento Hitoshi Inamoto experimentaba la emoción propia de los astrónomos al ver tras el lente de su potente telescopio lo que pensaba podría ser el gran descubrimiento de su carrera. Pero tan sólo unos instantes cambiaría esa sensación de felicidad por una de estupefacción total advirtiendo que su fenómeno no requería de telescopio alguno para ser avistado, todos bajo el cielo de Osaka estaban en la capacidad de observarlo, y en efecto así lo hacían, los noctámbulos primero por supuesto; para la mayor parte de la población, sumida aún en su placentero sueño, la noche lo seguía siendo. Absolutamente ninguno de los millones de seres humanos que dormían en ese momento podría estar soñando algo más sorprendente a lo que ocurría afuera, el sol ocupaba su lugar en lo alto, pero sin haber dado la vuelta al mundo para reclamarlo.

Por su parte Khamis Al-Ghamdi, debido a la mediana hora del día y a la concentración requerida por la trascendentalidad de su inmediata acción, seguía sin percatarse de mayor variante en el cielo israelí. Estaba próximo al lugar en que su condición de Fedayin le haría inmolarse para cegar cientos de vidas. Fiel creyente de su doctrina tan sólo ocupaba su mente con la idea de alcanzar la gracia tras dar la vida al cumplimento del Corán, le honraba ser un arma guiada por los mandatos de la yihad. Para algunos no basta con su devota oración hacia la Meca como tampoco su ayuno durante el Ramadán, él era de los que ansiaba hacer mucho más para demostrar su amor a Mahoma, y sólo podía lograrlo siendo uno de los caídos en pos de Jerusalén. De repente ocurrió algo tan asombroso que le hizo olvidar de su mortal empresa. La tierra seca empezó a parir extrañas plantas a una velocidad mayor de la que le toma a las aguas del río desbordado barrer con los hogares aledaños. Bajo sus pies y ante su asombro el desierto se tornaba en selva. El fanatismo confundido arrastraba a hombres de uno y otro bando hasta el mayor de los delirios traducido en agresiones superiores a las que intercambiaban casi desde el principio.

En el polo norte la familia esquimal liderada por Nanuk, el padre de ésta, caminaba en contra de las gélidas ventiscas a las que tan habituados se encontraban. Nadie percibió lo ocurrido en el cielo debido al peculiar comportamiento del sol en aquella región donde un día tiene la duración de meses. Sus trineos eran halados por el magnifico grupo de perros a los que consideraban miembros más de la familia, pero los animales detuvieron de repente su marcha de un modo tan abrupto que hicieron chocar los carruajes. Nanuk supo que algo andaba mal, sus perros no harían algo como aquello a menos de percibir un peligro verdadero, y en efecto, uno muy grande se cernía sobre ellos. El suelo comenzó a resquebrajarse sin darles tiempo a ponerse en cubierto, el viento aumentó su ímpetu impidiéndole a Nanuk escuchar los gritos de sus hijos que se confundían con los fuertes ladridos de la tan asustada jauría. Baker, el perro líder, fue arrastrado por una de las grietas que se abrían como las furiosas fauces de un gigante gélido, al precipitarse al abismo fue llevándose consigo uno a uno a los demás canes, quienes infructuosamente intentaban aferrarse al hielo, Nanuk saltó a tierra viendo cómo desaparecían para siempre sus amigos. Aterrado por la inminencia de la muerte pensó que aquella imagen de sus perros perdiéndose en las entrañas de la tierra sería su ultima visión, pero estaba equivocado. Su ultima imagen fue la de cómo esas mismas entrañas parían lo que no podía ser algo distinto a los fantasmas de todos aquellos hombres que a lo largo de los tiempos debieron ir muriendo teniendo a las montañas de hielo como único féretro.

Para los visitantes a las cataratas del Niagara el asombro no podía ser menor, la pronunciada caída de agua se había suspendido de repente como si tal espectáculo no fuese obra de la naturaleza sino una recreación por parte del hombre, quien harto ya del show hubiese decidido cerrar el grifo productor de aquella afluencia liquida. Caso similar a lo presenciado por los veraniegos turistas en las islas Hawaianas, quienes, sorprendidos no solo por la desaparición abrupta del sol, también veían las aguas del mar echarse hacia atrás haciendo ir en aumento la extensión de la arena a sus pies. Por su parte el suelo australiano comenzaba a ser inundado por el agua que al otro extremo del mundo estaban extrañando.

Alrededor del mundo el caos se reproducía con fenómenos de toda índole. El pintor Claude Sagnol, veía cómo la modelo que posaba para su pintura enderezaba su posición haciendo perder validez al nombre que le investía como Torre Inclinada de Pizza, para luego venirse abajo emulando otras gloriosas construcciones que hacían lo propio en tanto. Siberia cesaba en su característica nevada para dar paso a un infernal calor sin precedentes históricos, la gente presenciaba con dramatismo cómo ante sus miradas, despojadas ya de cualquier incredulidad, los líquidos se evaporaban como si el agua fuese la presencia maligna que el calor buscara exorcizar. Los Alpes se derretían en medio de gritos proferidos por los aterrados hombres que se disponían al sueño eterno cobijados por la avalancha y su manto frío. El pueblo New Yorkino asistía impávido a los pasos de la imponente estatua que destruía muelles haciendo uso incontrolado de su verdaderamente recién adquirida libertad. El volcán Vesubio bostezaba lava despertando de su profundo sueño e invocando otros dragones de piedra también dormidos. Los cascos polares sufrían la metamorfosis en que su gigantesca escarcha se desprendía para unirse al océano que marchaba al encuentro de las inmensas porciones de tierra que lentamente desaparecían bajo su creciente. Sobre selvas africanas se desataban tormentas eléctricas tan fuertes que los arboles explotaban arrojando esquirlas como si fuesen granadas disparadas por malignos ángeles y los animales corrían despavoridos formando las huestes encargadas de barrer las desprotegidas aldeas. En diversas regiones la tierra se sacudía con idéntico frenesí al de los arboles agitados por feroces huracanes. La faz de la existencia tronaba en la tétrica sinfonía del último día.

Todo aquello sucedía mientras muy por encima del mundo, muy por encima incluso del universo, un ser tan inmenso al que todo plural de la fe desde antaño ha venido pretendiendo, se divierte plácidamente y escucha que alguien muy superior a él le pregunta qué está haciendo, a lo que el interrogado, quien en realidad resulta ser no tan inmenso sino sólo un niño pequeño, responde ingenuamente: “Estoy jugando al Apocalipsis”.