(CUENTO)
Era
una tranquila y bella mañana para el Capitán Chris McBride. Su nave se
deslizaba suavemente sobre las aguas del Océano Pacifico. Desde su torre de
mando era invadido por pensamientos tan cálidos como el sol que asomaba tras la
lejana línea del horizonte. Algunos de sus hombres apostados en cubierta
contemplaban el paisaje en medio de amenas pláticas, cuando de repente, su
desarrollado instinto de experimentado marino le puso sobre aviso. Escrutó con
la mirada en todas las direcciones del inmenso tapete azul que les rodeaba,
pero ese primer intento de encontrar el motivo de su inquietud resultó
infructuoso. Dio la voz de alarma y los entrenados hombres asumieron sus
respectivos puestos sin terminar de comprender lo que pasaba. Los vigías indagaban
confundidos sin precisar lo que buscaban. De pronto la voz de un hombre se alzó
en medio de la confusión dirigiendo un grito mientras señalaba en dirección al
sol. El desconcierto mezclado con terror se extendió velozmente entre los
tripulantes, incluido McBride, quien no conseguía dar crédito a la visión en
frente suyo, lo ocurrido retaba por completo a la cordura. De no ser por la
idéntica expresión dibujada en el rostro de todos sus hombres, habría podido
jurar que alucinaba al ver que lentamente el sol volvía sobre su curso
ocultándose tras el extremo del mundo del que emergiera escasas horas antes.
Para ese mismo momento Hitoshi
Inamoto experimentaba la emoción propia de los astrónomos al ver tras el lente
de su potente telescopio lo que pensaba podría ser el gran descubrimiento de su
carrera. Pero tan sólo unos instantes cambiaría esa sensación de felicidad por
una de estupefacción total advirtiendo que su fenómeno no requería de
telescopio alguno para ser avistado, todos bajo el cielo de Osaka estaban en la
capacidad de observarlo, y en efecto así lo hacían, los noctámbulos primero por
supuesto; para la mayor parte de la población, sumida aún en su placentero
sueño, la noche lo seguía siendo. Absolutamente ninguno de los millones de
seres humanos que dormían en ese momento podría estar soñando algo más
sorprendente a lo que ocurría afuera, el sol ocupaba su lugar en lo alto, pero
sin haber dado la vuelta al mundo para reclamarlo.
Por su parte Khamis Al-Ghamdi, debido
a la mediana hora del día y a la concentración requerida por la
trascendentalidad de su inmediata acción, seguía sin percatarse de mayor
variante en el cielo israelí. Estaba próximo al lugar en que su condición de
Fedayin le haría inmolarse para cegar cientos de vidas. Fiel creyente de su
doctrina tan sólo ocupaba su mente con la idea de alcanzar la gracia tras dar
la vida al cumplimento del Corán, le honraba ser un arma guiada por los mandatos
de la yihad. Para algunos no basta con su devota oración hacia la Meca como tampoco su ayuno
durante el Ramadán, él era de los que ansiaba hacer mucho más para demostrar su
amor a Mahoma, y sólo podía lograrlo siendo uno de los caídos en pos de
Jerusalén. De repente ocurrió algo tan asombroso que le hizo olvidar de su
mortal empresa. La tierra seca empezó a parir extrañas plantas a una velocidad
mayor de la que le toma a las aguas del río desbordado barrer con los hogares
aledaños. Bajo sus pies y ante su asombro el desierto se tornaba en selva. El
fanatismo confundido arrastraba a hombres de uno y otro bando hasta el mayor de
los delirios traducido en agresiones superiores a las que intercambiaban casi
desde el principio.
En el polo norte la familia
esquimal liderada por Nanuk, el padre de ésta, caminaba en contra de las
gélidas ventiscas a las que tan habituados se encontraban. Nadie percibió lo
ocurrido en el cielo debido al peculiar comportamiento del sol en aquella
región donde un día tiene la duración de meses. Sus trineos eran halados por el
magnifico grupo de perros a los que consideraban miembros más de la familia,
pero los animales detuvieron de repente su marcha de un modo tan abrupto que
hicieron chocar los carruajes. Nanuk supo que algo andaba mal, sus perros no
harían algo como aquello a menos de percibir un peligro verdadero, y en efecto,
uno muy grande se cernía sobre ellos. El suelo comenzó a resquebrajarse sin
darles tiempo a ponerse en cubierto, el viento aumentó su ímpetu impidiéndole a
Nanuk escuchar los gritos de sus hijos que se confundían con los fuertes
ladridos de la tan asustada jauría. Baker, el perro líder, fue arrastrado por
una de las grietas que se abrían como las furiosas fauces de un gigante gélido,
al precipitarse al abismo fue llevándose consigo uno a uno a los demás canes,
quienes infructuosamente intentaban aferrarse al hielo, Nanuk saltó a tierra
viendo cómo desaparecían para siempre sus amigos. Aterrado por la inminencia de
la muerte pensó que aquella imagen de sus perros perdiéndose en las entrañas de
la tierra sería su ultima visión, pero estaba equivocado. Su ultima imagen fue
la de cómo esas mismas entrañas parían lo que no podía ser algo distinto a los
fantasmas de todos aquellos hombres que a lo largo de los tiempos debieron ir
muriendo teniendo a las montañas de hielo como único féretro.
Para los visitantes a las
cataratas del Niagara el asombro no podía ser menor, la pronunciada caída de
agua se había suspendido de repente como si tal espectáculo no fuese obra de la
naturaleza sino una recreación por parte del hombre, quien harto ya del show
hubiese decidido cerrar el grifo productor de aquella afluencia liquida. Caso
similar a lo presenciado por los veraniegos turistas en las islas Hawaianas, quienes,
sorprendidos no solo por la desaparición abrupta del sol, también veían las
aguas del mar echarse hacia atrás haciendo ir en aumento la extensión de la
arena a sus pies. Por su parte el suelo australiano comenzaba a ser inundado
por el agua que al otro extremo del mundo estaban extrañando.
Alrededor del mundo el caos se
reproducía con fenómenos de toda índole. El pintor Claude Sagnol, veía cómo la
modelo que posaba para su pintura enderezaba su posición haciendo perder
validez al nombre que le investía como Torre Inclinada de Pizza, para luego
venirse abajo emulando otras gloriosas construcciones que hacían lo propio en
tanto. Siberia cesaba en su característica nevada para dar paso a un infernal
calor sin precedentes históricos, la gente presenciaba con dramatismo cómo ante
sus miradas, despojadas ya de cualquier incredulidad, los líquidos se
evaporaban como si el agua fuese la presencia maligna que el calor buscara
exorcizar. Los Alpes se derretían en medio de gritos proferidos por los
aterrados hombres que se disponían al sueño eterno cobijados por la avalancha y
su manto frío. El pueblo New Yorkino asistía impávido a los pasos de la
imponente estatua que destruía muelles haciendo uso incontrolado de su
verdaderamente recién adquirida libertad. El volcán Vesubio bostezaba lava
despertando de su profundo sueño e invocando otros dragones de piedra también
dormidos. Los cascos polares sufrían la metamorfosis en que su gigantesca
escarcha se desprendía para unirse al océano que marchaba al encuentro de las inmensas
porciones de tierra que lentamente desaparecían bajo su creciente. Sobre selvas
africanas se desataban tormentas eléctricas tan fuertes que los arboles
explotaban arrojando esquirlas como si fuesen granadas disparadas por malignos
ángeles y los animales corrían despavoridos formando las huestes encargadas de
barrer las desprotegidas aldeas. En diversas regiones la tierra se sacudía con
idéntico frenesí al de los arboles agitados por feroces huracanes. La faz de la
existencia tronaba en la tétrica sinfonía del último día.
Todo aquello sucedía mientras muy
por encima del mundo, muy por encima incluso del universo, un ser tan inmenso
al que todo plural de la fe desde antaño ha venido pretendiendo, se divierte
plácidamente y escucha que alguien muy superior a él le pregunta qué está
haciendo, a lo que el interrogado, quien en realidad resulta ser no tan inmenso
sino sólo un niño pequeño, responde ingenuamente: “Estoy jugando al
Apocalipsis”.